por Leandro Barttolotta
(miembro del colectivo Juguetes perdidos)
(Notas rápidas sobre miedos y peligros sociales)
“Sos una sombra, que
acecha en la ciudad. Sos ese miedo que no quiere dormir” (Angeles Caídos, Skay Beilinson)
“La verdad es que cuando
salgo de mi casa y veo a alguien que se está subiendo la capucha, entro en
pánico” (Una “vecina” en TN).
1. Cuando me pongo la
capucha doy miedo,
dice el pibe y no se equivoca. Sabe que con ese gesto activa una alarma social,
provocando pánico moral en el transeúnte urbano. Pero si esto sucede, es porque
previamente ese gesto ha sido investido socialmente como peligroso. Y no es el
único, por supuesto. La ciudad pánico
se alimenta de signos del miedo. Es más, existe toda una economía política y
mediática de esos signos; los motochorros,
los pibes con gorritas, los pibes en banda en una esquina o circulando por la
calle. Pequeños gestos que devienen signos de lo peligroso y que en un nivel
micro van preparando –o creando- las sensibilidades sociales sobre las cuales
caen los enunciados y los dispositivos de la seguridad. Para la mirada
securitaria que descifra y decodifica esos signos, hay clases peligrosas,
barrios y zonas peligrosas, cuerpos peligrosos, edades peligrosas y gestos
peligrosos. El mayor estigma emerge cuando se activan todos los elementos de la
peligrosidad social; pobre + villa + negro + joven + gorra o capucha. Pero
cotidianamente podemos ver como cualquier de estos elementos –o su combinación-
también provocan pánico moral y obligan –nos obligan- a hacer algo[1].
Cualquier
pibe con capucha puede ser un enemigo de la sociedad. Las cárceles actuales –en
nuestra sociedad, pero también en Estados Unidos o en Europa- son depósitos de
pobres (y en gran parte, de jóvenes). Pero para que se encierren los cuerpos en
las cárceles, previamente tuvo que haberse encerrado lo inmaterial de esas
vidas, lo potencial, lo intangible en los estereotipos. El pibe queda mudo en
el estereotipo, solo habla a través de los signos del miedo. Pero esto es
sabido, el pibe –cualquier pibe- que actualiza ese gesto que tanto irrita y
preocupa, sabe que se inscribe en uno de los rostros del pánico social.
2. Un rostro es la expresión de una singularidad. Es una
superficie a través de la cual podemos informarnos de los choques de un cuerpo
con la vida social. En sus marcas y muecas podemos vislumbrar biografías
personales y procedencias sociales. Por supuesto, la percepción sobre un rostro
no es inocente. Esta formateada por lógicas mediáticas, por discursos
históricos, por miedos públicos. El gran lector de rostros es el policía. De allí
que ocultar parte del rostro en una capucha, dejarlo bajo un cono de sombras, pueda
ser una respuesta a su lógica: para detener a alguien a partir de la portación
de cara, primero hay que poder verla. Pero
la cosa es más compleja aún, también el rostro es el sitio del cuerpo que más
nos expone frente al mundo. ¿Qué implica entonces, esconderse del mundo tras
una capucha?
En las calles, en los barrios, en las canchas, en las
aulas, nos topamos con pibes que se asemejan a Kenny, ese personaje de la
serie South Park que ocultaba casi la
totalidad de su cara detrás de una capucha. Y aquí la cosa deviene ambigua; si
bien la capucha es el signo –uno de ellos- del verdugo, del que puede asaltar y
dar muerte a cualquier miembro de la buena sociedad, también tiene
apropiaciones y usos múltiples.
Pareciera que hay un doble gesto; la capucha oculta y
protege de la mirada del otro. Sirve para evadir el escrutinio público de caras,
y por ende, de estados de ánimo. Evitar que te saquen la ficha anímica,
emocional (se sabe, el rostro te vende).
Protege de las afecciones del mundo, del entorno social de miradas. Sabemos que
la mirada social pesa, es densa, nos marca, nos atraviesa, nos incomoda. Mirar
a los otros y ser mirados es exponerse, es quedar indefenso. Encapucharse te aísla
del mundo. Una fugaz sustracción del rostro del circuito ininterrumpido de
miradas sociales. Necesaria indiferencia con respecto a todos los mirones de la
ciudad. Simple escape de la ideología de la sonrisa. Si el rostro queda
aprisionado detrás de los imperativos sociales de la felicidad (reíte che, que serio estás), si la
sociedad –en una de sus facetas- interroga a partir de la implacable sonrisa institucional, esconderlo puede
ser una solución. ¿Cuántas veces deseamos tener diferentes máscaras para
encarar la vida social? El proceso identificador de rostros no es solo
policial, las políticas del rostro contemporáneas tienen un código binario:
mueca de sonrisa, mueca de miedo.
Pero ese
doble gesto pide una vuelta más. Quizás se trata de un canje: cambiar el miedo
a los otros -al mundo, a los rituales y ceremonias sociales, a sostener las
sonrisas- por el miedo de los otros. Ponerse la capucha es una manera de fugar
del temor por la presencia del otro, citando a uno de los miedos sociales más
estelares. Y como el menú para pibes no
solo ofrece criminalización, sino también indiferencia, dar miedo es
empoderarse, encarnando una figura social tenebrosa. Después de todo, se trata
de existir en los miedos de los otros.
Doble gesto
que provoca miedo y provee seguridad. Frente a los otros con los que
compartimos la vida social, pero también frente a los “peligrosos”. Cuando nos
sentimos en peligro, nos podemos convertir en peligrosos o aunque más no sea,
jugar a serlo. Yo uso la capucha cuando
vuelvo tarde a mi casa, para aparentar ser una persona peligrosa, es para
defenderme cuando tengo miedo, dice el pibe[2].
También protege del delito posible; para que no me roben, trato de dar miedo,
trato de perderme en el miedo anónimo y difuso que acecha a la ciudad. A su
vez, si el pibe pasa cerca de un policía sabe que se la tiene que sacar para no
comerse el garrón de una detención. He
aquí todo lo que podemos hacer con una capucha.
3. Trayvon Martin combinaba
casi la totalidad de los elementos de la peligrosidad social. Tenía 17 años,
era negro y regresaba de noche a su domicilio con una capucha puesta. Un
vigilante voluntario de origen latino –Georg Zimmerman, “capitán” de una
patrulla que se encargaba de la seguridad vecinal - lo siguió, dio aviso a la
policía de que se encontraba frente a un sospechoso, y luego lo asesinó a
balazos. No es la crónica del asesinato de un pibe en el conurbano bonaerense.
Estamos en Florida, Estados Unidos.
Si bien
Martin encarnaba varios signos de lo definido socialmente como peligroso, el
pequeño detalle de la capucha no es menor. Parece que el fantasma del
encapuchado recorre el mundo. El hecho movilizó a la sociedad Norteamericana al
ser presentado como un crimen racial, e hizo que hasta Barack Obama se
pronunciara. Se realizaron masivas manifestaciones en distintos puntos del
país, y en las redes sociales. En todas las protestas, la capucha devino un
símbolo. La familia de Martin lanzo la consigna “La marcha de un millón de capuchas”[3]
y además de las movilizaciones, alcanzó con su campaña, casi dos millones de
firmas pidiendo la detención de Zimmerman. En las marchas, los asistentes se
ponen capuchas[4] .
Entre otras acciones, miles de personas cambiaron su foto de perfil en
Facebook, poniendo una en la que se mostraban con una capucha. En uno de los videos que circulan, se puede
ver a un chico negro de no más de diez años, ocultando su cara bajo una capucha
y sosteniendo un cartel con la pregunta, ¿Seré el próximo?
En medio de
los debates y la conmoción pública, una declaración de un periodista de Fox News causó revuelo, “Ningún negro, pardo o blanco me puede decir
honestamente que ver a un chico negro con una capucha sobre su cabeza no le
genera cierta reacción, a veces de desprecio y muchas veces de amenaza”. Agregando
que, “la gente que usa sudaderas –buzos-
con capucha suele ser percibida como una amenaza (…) Les apuesto que si no la hubiera tenido, ese vigilante chiflado no
habría respondido de esa forma tan violenta y agresiva”[5].
Esta
declaración visibiliza la conciencia colectiva de una sociedad. Expone la
reacción social frente a las imágenes del miedo. Martin fue asesinado, también,
por portación de ropa (deportiva). A Martin lo asesinó la sociedad. La prueba
es que el brazo ejecutor, el encargado de aniquilar al indeseable, fue un vigilante comunitario. El elegido para traducir
al acto, todos los miedos de la comunidad y de la buena vecindad. Tal es así,
que su tarea tiene un respaldo legal: en Florida, una ley ampara el uso de
armas, habilitando a los ciudadanos a utilizarla frente a cualquier persona que
conciban como una amenaza grave. Esta ley, llamada defienda su posición, da inmunidad frente a la justicia. Martin fue
una víctima de una guerra social silenciosa, clandestina, nocturna y global. Vidas-pibes
aniquiladas; daños colaterales de las
guerras sociales por los modos de vida.
Estas líneas
no son más que apuntes sobre un fetiche contemporáneo. O quizás no. O no solo. Son
apuntes sobre el miedo-ambiente y sobre una sociedad que teme.
De esos miedos surgen mandatos sociales para
los pibes, “Muestren la cara siempre, y
además sonrían” (no se olviden que los estamos filmando).
[1] En el año 2010, Matias Berardi,
un pibe de 16 años, blanco y de ojos
claros, rugbier, que residía en un barrio privado, fue asesinado por sus
secuestradores. Pudo haberse salvado; corrió más de trescientos metros
escapándose de ellos. En el trayecto gritaba pidiendo ayuda, pero quienes lo
perseguían, hombres adultos, gritaban
que les había robado. Los vecinos y un remisero que se cruzó en el camino, no le creyeron. Finalmente lo recapturaron y
lo asesinaron. Matías Berardi no era pobre, ni negro, ni vivía en una villa de
emergencia, ni vestía ropa deportiva, pero era joven y estaba corriendo. Uno de los signos de la
peligrosidad social se había actualizado, las cartas estaban echadas; los pibes corren porque algo se mandaron. Matias Berardi fue asesinado por la Sociedad.
[2] Las reflexiones sobre el uso de las capuchas provienen en parte de
charlas con los pibes del Giuseppe Verdi de Solano.
[3] Puede verse acá, http://www.youtube.com/watch?v=edGJG01bzJE&feature=player_embedded.
[4]En la provincia de Córdoba se lleva a cabo La Marcha de la gorra, en la que los asistentes -con gorras puestas- repudian la utilización del Código de Faltas Provincial (con la figura del merodeo), principalmente contra los jóvenes de la ciudad.
[4]En la provincia de Córdoba se lleva a cabo La Marcha de la gorra, en la que los asistentes -con gorras puestas- repudian la utilización del Código de Faltas Provincial (con la figura del merodeo), principalmente contra los jóvenes de la ciudad.
[5]
Entre otros sitios, aquí se pueden leer las declaraciones: http://noticiasnewyork.net/ultimas-noticias/geraldo-rivera-joven-negro-es-tan-culpable-como-el-lo-mato-por-usar-capucha-video
1 comentario:
Y Kenny el encapuchado siempre muere, en cada episodio. El muestrario de frases de un Kenny del conurbano podría ampliarse, ya no solo ha muerto Kenny, sino: "han paseado a Kenny en un patrullero", "han detenido a Kenny para pedirle el DNI", "han cruzado de vereda y apretado bien fuerte la cartera cuando han visto Kenny", "Han visto a Kenny y llamaron al 911", etc
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