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domingo, 7 de octubre de 2012

LA SOCIEDAD QUE CONFUNDIÓ A SUS MIEDOS CON UNA CAPUCHA


por Leandro Barttolotta
(miembro del colectivo Juguetes perdidos)


(Notas rápidas sobre miedos y peligros sociales)

“Sos una sombra, que acecha en la ciudad. Sos ese miedo que no quiere dormir” (Angeles Caídos, Skay Beilinson)

“La verdad es que cuando salgo de mi casa y veo a alguien que se está subiendo la capucha, entro en pánico” (Unavecina” en TN).  

1. Cuando me pongo la capucha doy miedo, dice el pibe y no se equivoca. Sabe que con ese gesto activa una alarma social, provocando pánico moral en el transeúnte urbano. Pero si esto sucede, es porque previamente ese gesto ha sido investido socialmente como peligroso. Y no es el único, por supuesto. La ciudad pánico se alimenta de signos del miedo. Es más, existe toda una economía política y mediática de esos signos; los motochorros, los pibes con gorritas, los pibes en banda en una esquina o circulando por la calle. Pequeños gestos que devienen signos de lo peligroso y que en un nivel micro van preparando –o creando- las sensibilidades sociales sobre las cuales caen los enunciados y los dispositivos de la seguridad. Para la mirada securitaria que descifra y decodifica esos signos, hay clases peligrosas, barrios y zonas peligrosas, cuerpos peligrosos, edades peligrosas y gestos peligrosos. El mayor estigma emerge cuando se activan todos los elementos de la peligrosidad social; pobre + villa + negro + joven + gorra o capucha. Pero cotidianamente podemos ver como cualquier de estos elementos –o su combinación- también provocan pánico moral y obligan –nos obligan- a hacer algo[1].
Cualquier pibe con capucha puede ser un enemigo de la sociedad. Las cárceles actuales –en nuestra sociedad, pero también en Estados Unidos o en Europa- son depósitos de pobres (y en gran parte, de jóvenes). Pero para que se encierren los cuerpos en las cárceles, previamente tuvo que haberse encerrado lo inmaterial de esas vidas, lo potencial, lo intangible en los estereotipos. El pibe queda mudo en el estereotipo, solo habla a través de los signos del miedo. Pero esto es sabido, el pibe –cualquier pibe- que actualiza ese gesto que tanto irrita y preocupa, sabe que se inscribe en uno de los rostros del pánico social.

2. Un rostro es la expresión de una singularidad. Es una superficie a través de la cual podemos informarnos de los choques de un cuerpo con la vida social. En sus marcas y muecas podemos vislumbrar biografías personales y procedencias sociales. Por supuesto, la percepción sobre un rostro no es inocente. Esta formateada por lógicas mediáticas, por discursos históricos, por miedos públicos. El gran lector de rostros es el policía. De allí que ocultar parte del rostro en una capucha, dejarlo bajo un cono de sombras, pueda ser una respuesta a su lógica: para detener a alguien a partir de la portación de cara, primero hay que poder verla.  Pero la cosa es más compleja aún, también el rostro es el sitio del cuerpo que más nos expone frente al mundo. ¿Qué implica entonces, esconderse del mundo tras una capucha?
En las calles, en los barrios, en las canchas, en las aulas, nos topamos con pibes que se asemejan a Kenny,  ese personaje de la serie South Park que ocultaba casi la totalidad de su cara detrás de una capucha. Y aquí la cosa deviene ambigua; si bien la capucha es el signo –uno de ellos- del verdugo, del que puede asaltar y dar muerte a cualquier miembro de la buena sociedad, también tiene apropiaciones y usos múltiples.
Pareciera que hay un doble gesto; la capucha oculta y protege de la mirada del otro. Sirve para evadir el escrutinio público de caras, y por ende, de estados de ánimo. Evitar que te saquen la ficha anímica, emocional (se sabe, el rostro te vende). Protege de las afecciones del mundo, del entorno social de miradas. Sabemos que la mirada social pesa, es densa, nos marca, nos atraviesa, nos incomoda. Mirar a los otros y ser mirados es exponerse, es quedar indefenso. Encapucharse te aísla del mundo. Una fugaz sustracción del rostro del circuito ininterrumpido de miradas sociales. Necesaria indiferencia con respecto a todos los mirones de la ciudad. Simple escape de la ideología de la sonrisa. Si el rostro queda aprisionado detrás de los imperativos sociales de la felicidad (reíte che, que serio estás), si la sociedad –en una de sus facetas- interroga a partir de la implacable sonrisa institucional, esconderlo puede ser una solución. ¿Cuántas veces deseamos tener diferentes máscaras para encarar la vida social? El proceso identificador de rostros no es solo policial, las políticas del rostro contemporáneas tienen un código binario: mueca de sonrisa, mueca de miedo.
Pero ese doble gesto pide una vuelta más. Quizás se trata de un canje: cambiar el miedo a los otros -al mundo, a los rituales y ceremonias sociales, a sostener las sonrisas- por el miedo de los otros. Ponerse la capucha es una manera de fugar del temor por la presencia del otro, citando a uno de los miedos sociales más estelares. Y como el menú para pibes no solo ofrece criminalización, sino también indiferencia, dar miedo es empoderarse, encarnando una figura social tenebrosa. Después de todo, se trata de existir en los miedos de los otros.
Doble gesto que provoca miedo y provee seguridad. Frente a los otros con los que compartimos la vida social, pero también frente a los “peligrosos”. Cuando nos sentimos en peligro, nos podemos convertir en peligrosos o aunque más no sea, jugar a serlo. Yo uso la capucha cuando vuelvo tarde a mi casa, para aparentar ser una persona peligrosa, es para defenderme cuando tengo miedo, dice el pibe[2]. También protege del delito posible; para que no me roben, trato de dar miedo, trato de perderme en el miedo anónimo y difuso que acecha a la ciudad. A su vez, si el pibe pasa cerca de un policía sabe que se la tiene que sacar para no comerse el garrón de una detención. He aquí todo lo que podemos hacer con una capucha.

3.  Trayvon Martin combinaba casi la totalidad de los elementos de la peligrosidad social. Tenía 17 años, era negro y regresaba de noche a su domicilio con una capucha puesta. Un vigilante voluntario de origen latino –Georg Zimmerman, “capitán” de una patrulla que se encargaba de la seguridad vecinal - lo siguió, dio aviso a la policía de que se encontraba frente a un sospechoso, y luego lo asesinó a balazos. No es la crónica del asesinato de un pibe en el conurbano bonaerense. Estamos en Florida, Estados Unidos.
Si bien Martin encarnaba varios signos de lo definido socialmente como peligroso, el pequeño detalle de la capucha no es menor. Parece que el fantasma del encapuchado recorre el mundo. El hecho movilizó a la sociedad Norteamericana al ser presentado como un crimen racial, e hizo que hasta Barack Obama se pronunciara. Se realizaron masivas manifestaciones en distintos puntos del país, y en las redes sociales. En todas las protestas, la capucha devino un símbolo. La familia de Martin lanzo la consigna “La marcha de un millón de capuchas[3] y además de las movilizaciones, alcanzó con su campaña, casi dos millones de firmas pidiendo la detención de Zimmerman. En las marchas, los asistentes se ponen capuchas[4] . Entre otras acciones, miles de personas cambiaron su foto de perfil en Facebook, poniendo una en la que se mostraban con una capucha.  En uno de los videos que circulan, se puede ver a un chico negro de no más de diez años, ocultando su cara bajo una capucha y sosteniendo un cartel con la pregunta, ¿Seré el próximo?
En medio de los debates y la conmoción pública, una declaración de un periodista de Fox News causó revuelo, “Ningún negro, pardo o blanco me puede decir honestamente que ver a un chico negro con una capucha sobre su cabeza no le genera cierta reacción, a veces de desprecio y muchas veces de amenaza”. Agregando que, “la gente que usa sudaderas –buzos- con capucha suele ser percibida como una amenaza (…) Les apuesto que si no la hubiera tenido, ese vigilante chiflado no habría respondido de esa forma tan violenta y agresiva[5].
Esta declaración visibiliza la conciencia colectiva de una sociedad. Expone la reacción social frente a las imágenes del miedo. Martin fue asesinado, también, por portación de ropa (deportiva). A Martin lo asesinó la sociedad. La prueba es que el brazo ejecutor, el encargado de aniquilar al indeseable, fue un vigilante comunitario. El elegido para traducir al acto, todos los miedos de la comunidad y de la buena vecindad. Tal es así, que su tarea tiene un respaldo legal: en Florida, una ley ampara el uso de armas, habilitando a los ciudadanos a utilizarla frente a cualquier persona que conciban como una amenaza grave. Esta ley, llamada defienda su posición, da inmunidad frente a la justicia. Martin fue una víctima de una guerra social silenciosa, clandestina, nocturna y global. Vidas-pibes aniquiladas; daños colaterales de las guerras sociales por los modos de vida.
Estas líneas no son más que apuntes sobre un fetiche contemporáneo. O quizás no. O no solo. Son apuntes sobre el miedo-ambiente y sobre una sociedad que teme.
 De esos miedos surgen mandatos sociales para los pibes, “Muestren la cara siempre, y además sonrían” (no se olviden que los estamos filmando).




[1]  En el año 2010, Matias Berardi, un pibe de 16 años,  blanco y de ojos claros, rugbier, que residía en un barrio privado, fue asesinado por sus secuestradores. Pudo haberse salvado; corrió más de trescientos metros escapándose de ellos. En el trayecto gritaba pidiendo ayuda, pero quienes lo perseguían,  hombres adultos, gritaban que les había robado. Los vecinos y un remisero que se cruzó en el camino,  no le creyeron. Finalmente lo recapturaron y lo asesinaron. Matías Berardi no era pobre, ni negro, ni vivía en una villa de emergencia, ni vestía ropa deportiva, pero era joven  y estaba corriendo. Uno de los signos de la peligrosidad social se había actualizado, las cartas estaban echadas;  los pibes corren porque algo se mandaron. Matias Berardi fue asesinado por la Sociedad.


[2] Las reflexiones sobre el uso de las capuchas provienen en parte de charlas con  los pibes del Giuseppe Verdi de Solano.
[3] Puede verse acá, http://www.youtube.com/watch?v=edGJG01bzJE&feature=player_embedded
[4]En la provincia de Córdoba se lleva a cabo La Marcha de la gorra, en la que los asistentes -con gorras puestas- repudian la utilización del Código de Faltas Provincial (con la figura del merodeo), principalmente contra los jóvenes de la ciudad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y Kenny el encapuchado siempre muere, en cada episodio. El muestrario de frases de un Kenny del conurbano podría ampliarse, ya no solo ha muerto Kenny, sino: "han paseado a Kenny en un patrullero", "han detenido a Kenny para pedirle el DNI", "han cruzado de vereda y apretado bien fuerte la cartera cuando han visto Kenny", "Han visto a Kenny y llamaron al 911", etc